LOS PREMIOS Jaime Aledo Estoy harto de ver a toda clase de ridículos personajillos recoger premios con modesto ademán pero hinchados de soberbia. Parece que entre nosotros nada vale si no está realzado por un premio, siempre que alguien quiere destacar a un artista -músico, literato, cineasta, pintor…- usa la muletilla “¡ha recibido muchos premios!” como si esa bobada justificara su valía. Bobada porque es sabido que detrás de cualquier honor hay una dura batalla -más allá de la calidad de la obra y, en general, en su detrimento- de acercamiento y sumisión del que quiere ser premiado a quien otorga las recompensas, aunque después ponga cara de sorpresa. A nadie le dan un premio que no haya buscado con ahínco. Por un lado está la estupidez del público que no sabe reconocer la calidad si no viene sancionada por la autoridad competente y, por otro, la debilidad psicológica del artista que necesita la alabanza de los demás -y del Padre- o, en el mejor de los casos, tiene un deseo compulsivo de enriquecerse, de vender su producto como si el arte fuera un negocio. Lo anterior vale para todo tipo de distinciones, desde la entrega de absurdos diplomas, horrendas estatuillas, medallas…, hasta los concursos (sólo un inmoderado afán de lucro puede llevar a un artista a hacer publicidad de las firmas que los promueven) y en general para todos aquellos contubernios en el que se busque un beneficio superior a lo que se ofrece, normalmente dinero o la posibilidad de ganarlo. Pero lo peor de toda esta farsa son los premios en los que se concede un honor, a veces también acompañado de grandes sumas de dinero, por la cara bonita del artista, sin que este entregue nada a cambio. Si, por ejemplo, alguien me compra una obra, yo estoy encantado, trueco la pieza por dinero en un acuerdo convenido por las dos partes; si esa misma persona me dijera: “me pareces tan listo, tan guapo y tan buen artista que te voy a dar 50.000 euros a cambio de nada y, encima, te voy a hacer publicidad”, reconozco que me mosquearía, y no poco, ¿qué buscará?; desde luego, aceptar esa proposición sería el colmo del narcisismo. Si, encima, resulta que ese dinero no es de quien lo ofrece sino de los contribuyentes y lo ofrece como representante del poder establecido, el mosqueo sería mayúsculo. Aceptar un premio de esas características, además de narcisista, resulta de una indignidad moral inaudita ya que el premiado da por hecho merecer que todos nos rasquemos el bolsillo por él, atribuyéndose una exaltación popular de su persona verdaderamente escandalosa. Y a la vez ridícula puesto que la bajada de pantalones viene incluida: en algún momento, no nos engañemos, los poderosos que han entregado el premio reclamarán una contrapartida (la adhesión ya viene implícita en la aceptación), de manera que esa indignidad puede extenderse hasta límites insospechados. Qué duda cabe, hay que mantenerse alejado de los que puedan conceder recompensas y a los premiados hay que tratarlos con cierta prevención, pero, seamos razonables, tampoco hay que hacer una tragedia, ni mucho menos señalarlos con nombres y apellidos. Pobrecillos, los artistas inseguros y anhelantes de reconocimiento y dinero son legión, además cada uno elabora alguna coartada moral que le permita aceptar esos honores (la más ignominiosa: “es que me venía muy bien ese dinero”), que, aunque siempre sean sofismas, a veces hasta parecen aceptables. Yo mismo, sin ir más lejos, he de reconocer que hace poco insté a un amigo a que me invitara a comer para celebrar un importante premio que había recibido. Evidentemente, esa comida se pagó con dinero público, el del premio: caí en la misma indignidad moral por sólo un plato de lentejas, bueno, por un cocido espectacular, pero es lo mismo. Mea culpa.
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