BESTIAS ROTAS Eliseo García Nieto Hasta tiempos muy recientes se ha entendido que domar un animal consiste en quebrar su voluntad. Anular su albedrío de tal modo que la bestia se torne indiferente a sus propios intereses y apetencias, que pasan a ser los de su amo. Para lograr ese objetivo no cabe otro camino que el uso de la fuerza bruta, en varias modalidades. El castigo es la base, ya sea mediante el apaleamiento, el hambre, la reclusión o la tortura. Pero con eso no basta. Hay también que hacer ver al sometido que su libertad no existe; que es su amo quien decide lo que debe hacer o no. Para ello, es imprescindible anular su iniciativa y capacidad de elección hasta insensibilizarlo respecto a su carencia. Tan solo así se consigue que, cuando se abre la jaula o se desatan las ligaduras, el animal siga inmóvil. Renuncia a ser libre porque la cárcel ya no está entre barrotes o ataduras, sino en su propia conciencia. Ya es un esclavo. En el argot de la doma, se le llama bestia rota. Uno de los más largos, implacables y meticulosos procesos para romper a una bestia lo ha sufrido el asno. El animal silvestre que empezó a domesticarse en África hace unos 5.000 años protagoniza uno de los primeros casos documentados de maltrato animal. Las pinturas de la tumba de Iti, trazadas hace cuatro milenios en la tierra de los faraones y ahora en el Museo Egipcio de Turín (Italia), muestran a varios hombres arreando a palos a unos burros cargados, uno de los cuales exhibe en sus ancas la marca sangrante del castigo. Sangrante también es que ese egipcio que azotaba al burro recibiese el mismo trato por parte de sus superiores jerárquicos. La Historia, desde la misma aparición de la escritura, es un recuento de atrocidades con una constante perenne: el avasallamiento de unos humanos por otros. Entre nosotros nos aplicamos el mismo trato que damos a otras especies para sojuzgarlas: violencia, privación de libertad y anulación de la voluntad del sometido. Desde la castración de enemigos y esclavos en Mesopotamia hasta el rescate de negocios privados con fondos públicos. Si pocos animales hay, aparte del Homo sapiens, que hayan sufrido un proceso de sometimiento más fuerte que el del borrico, tampoco muchos países son un ejemplo más claro que España de quiebra de la voluntad social. El español ha vivido desde épocas remotas entre la espada del hambre y la pared de la emigración, viendo pasar sin tocarlos el oro llegado de Indias, los planes de Mr. Marshall y los grandes beneficios de la recuperación económica que le juran que está en marcha. Desde el “vivan las cadenas” con que se recibió al absolutismo en 1814 hasta el “viva la muerte” con que se despidió a la democracia en 1936, España, más que Historia, tiene historial: el de un paciente con trastorno bipolar ansioso por cambiarlo todo cuando está en fase maníaca y que derriba cuanto hizo al llegar la depresión. El país en la vanguardia sindical en 1919, el primero de Europa en establecer por ley la jornada laboral de ocho horas, es el mismo donde cincuenta años después seguía enquistada la última dictadura fascista del continente. Una esencia dual, contradictoria, que es pura asnalidad, en tanto que ningún animal iguala al jumento en simbolizar al mismo tiempo lo mejor y lo peor. La estupidez, la zafiedad y la lujuria; la prudencia, la humildad y la ternura. España se asemeja al pollino en otro triste registro: la habituación a la violencia. Los españoles aún sufren las secuelas de tres siglos trufados de guerras civiles, tan próximas unas a otras que no se había superado una cuando llegaba la nueva. En esa fase, la de superar, seguimos respecto a la del 36, la más salvaje de todas: 300.000 exiliados y medio millón de muertos, de los que 88.000 siguen desaparecidos en fosas comunes, una cifra sólo superada por Camboya. Un trauma nacional que, unido a casi cuarenta años de dictadura que se cerraron sin depurar responsabilidades políticas ni criminales, han moldeado una ciudadanía anestesiada, con una capacidad de asimilar la corrupción, la injusticia y el abuso más propia de algunos de los estados surgidos del hundimiento de otro totalitarismo, el soviético, que de las democracias consolidadas en Europa tras la derrota del fascismo que en España nunca se produjo. Los países, como las personas e igual que los animales, pueden quebrarse por dentro, si sufren el castigo suficiente durante tiempo bastante. Si se desoyen todas sus demandas. Si se le priva de su identidad hasta que asume que es la de su amo. Y nos ha ocurrido eso. España es un burro apaleado que se sueña toro bravo y termina estoqueado. España es una bestia rota.
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EL BURRO NO PUEDE HACER ARTE isidro López Aparicio (iLA) Primer acto de asnología La subida del burro En Jaén, en Santisteban del Puerto cabeza de partido del Condado, por donde pasa la Vía Augusta, se conocieron dos primos. Uno de orígenes gallegos, de Castiñeiro y Villarda, de la parroquia de San Juan de Ríos, en montes perdidos de Orense donde las gentes son supervivientes y/o emigrantes. El otro, de las huertas de Molina de Segura, de la vega media de Murcia, una encrucijada histórica de caminos. Dos historias y dos herencias que se encontraron y que se complementaron uniendo lo mejor de los dos mundos; Convertidos en cómplices, se expresaban socialmente en el trabajo. Los dos primos formaban un equipo deseable y envidiable, los dos trabajando eran insuperables. Si venían camiones de los pinares de Sierra Morena, al mismo tiempo que asignaban una cuadrilla de cinco hombres a descargar uno, el otro se lo asignaban a los primos. Y el gallego y el murciano, una vez más en alarde de coordinación, técnica y fuerza terminaban a tiempo de ayudar a sus compañeros. Siempre dispuestos, disfrutaban de sus capacidades pero esta se convirtió en virtud, transcendió el tiempo y se convirtió en leyenda cuando un burro, el animal que simboliza el trabajo, que genéticamente se seleccionó para que facilitara las tareas al humano, se cruzó en sus vidas. Fue el 17 de enero, el día de San Antonio Abad, día en que según la tradición los animales eran llevados para ser bendecidos a Santa María del Collado, la iglesia orgullo de la Villa, de románico agonizante, gótico balbuceante y torre albarrana prestada por el castillo almohade que la observa convertida en campanario. En lo alto del pueblo, tras largas cuestas, le precede una gran escalinata donde ese año se arremolinaba la gente, y muchos curiosos miraban a un anciano junto a su burro. El amo del burro necesitaba más que nunca de esa bendición pues el burro llevaba tiempo débil y hacia tiempo que no tiraba de la noria. A eso que los dos primos pasaban y fue menos que una mirada. La lógica se alteró y para el asombro de sus vecinos, por primera vez en la historia del pueblo vieron como se subían a hombros el burro y a turnos llegaban al pórtico de la Iglesia tras las largas y empinadas escaleras. Segundo acto de asnología La concesión del burro Mi infancia no fue rural, vivía en Granada, pero todos mis descansos llegaban a ser, más que rurales, plenamente salvajes en la parte menos transitada de Sierra Morena, en los límites entre las dehesas y los pinares que llevan a La Mancha. Zona despoblada, de cortijos separados por hectáreas donde abundaban animales y alimañas. Y todos eran naturales para mi, a todos los conocí hasta generar mi propia mitología en la que animales, plantas, insectos… formaban un libro repleto de humanidad. Siempre he sabido que mi imaginación se desarrolló en aquellos días largos de soledad, que nunca sentí como tal pues toda la naturaleza me acompañaba y me hablaba. Si miraba con admiración a los venados, cuando atravesaban sembrados sin tronchar la mies, a los jabalíes los acechaba entre jarales a contra viento; el amarillo de la oropéndola salía de la lógica, las bichas eran diversión y su tacto valentía, los zorzales, en su canto diferenciaba la edad, la reses bravas, poderosas y amigas siempre que se sintieran en libertad, los caballos majestuosos en su pecho donde estaba mi altura… y los burros, por allí andaban, reposados siempre cerca de las eras… sumisos cuando los veías portando, con esas grandes alforjas que retaban el equilibrio de los volúmenes en su pequeño tamaño. Hubo uno que se llamaba Burro. Lo dejó allí un paisano que hacía monturas y venía al cortijo a recoger paja para los rellenos. Allí se quedó mucho tiempo, al principio trabado. Después, deambulaba suelto, pero siempre por las eras. Los ojos de los animales los conocía. Tanto que en muchos de mis recuerdos de infancia estoy en sus reflejos, pues yo no miraba al animal, sino al ser que lo habitaba. Así lo sentía. Y Burro era reposado, tan reposado que retaba mi paciencia. Cuando yacía era difícil que se levantara. Yo lo miraba y, por mucho que yo quisiera, sólo era en el momento que él decidía cuando se levantaba. Era la definición de la palabra con la que todos les asocian: tozudo. Cuando lo montaba, siempre a pelo, parecía sumiso. Pero nada más incierto: él era consciente de que aquello no era trabajo y se permitía alterar el recorrido o parar cuando le apetecía. Era difícil encontrar la diversión que yo como niño buscaba pero hubo un momento de complicidad en el que Burro me hizo una concesión: bajó su cuello, volcó su mirada y, lo juro, le vi sonreír. Lo siguiente sólo fue dejarme resbalar por su cuello, una y otra vez, sin que él se inmutara. Más aún, para facilitar su cabalgadura incluso se acercó a unas alpacas que como escaleras completaban ese maravilloso tobogán de complicidad. Tercer acto de asnología La percusión del burro Estando en Tifariti Daira situada en la Saguia el Hamra, en los territorios liberados del Sahara Occidental, testigo en 1976 del bombardeo con NAPALM por la aviación marroquí…, era habitual ver manadas de cinco a diez burros asalvajados rondando. Vinieron con los españoles, pero los españoles se fueron y allí se quedaron sin que los nativos los acogieran, ni les dieran utilidad, ni para el hambre. Así que se convirtieron en comunidades autónomas, como parte de un paisaje. Un día entre el ruido propio de la manada, algo sonaba distinto, un “tin, tan, tan, tan” acompasado a cuatro tiempos que me parecía musical al tiempo que me sorprendía su procedencia… la manada. Entre los burros había uno que parecía igual que todos, pero en su pata derecha delantera calzaba una lata. Sí, tal cual. Había encontrado una lata de su misma horma, una lata de esas que avituallaron a los marroquís cuando acosaban Tifariti, y de las que hay miles, incluso en montañas. Al principio observaba, pero al momento me preocupé: no era natural y no sabía de las consecuencias de esa pezuña enlatada tendría para el burro. Me acerqué con sigilo y naturalidad hasta que encontré su mirada. Como dije, parecía, pero no era igual que los otros burros: era joven y desconfiado, salvaje y con cierta furia dentro, me permitía acercarme pero sólo porque sabía que él decidía. Lo intenté, numerosas veces, lento, rápido, acechando… llegué a correr entre ellos, a ponerme a su altura, tocar su lomo… entre cada esfuerzo, le hablaba, en voz alta, en susurros o telepáticacamente… lo intenté todo...: lo que quiero es ayudarte, esa lata no te hace bien, deja que te la quite, verás que bien te vas a sentir…. Tanto lo intenté que el día se pasó y llegó la noche, suave en la luna llena. Y entonces lo pensé, o me conformé, o lo comprendí o sumé a mis reflexiones una nueva argumentación que no había tenido en cuenta: ¿y si a él le gusta?, ¿y si ésta es la diferencia que él busca?, ¿y si se la llego a quitar y él vuelve a buscar su lata y mete su pezuña…?, ¿y si la creatividad se ha apoderado de este burro y lo que esta buscando no es quitársela, sino buscar más latas? Le faltan todavía tres, ¡que sinfonía! ¡el asno batería! Con esa ilusión me fui. Y con la esperanza de que al volver otros años mi teoría se confirme y pueda mirarle a los ojos mientras interpreta la percusión de su caminar. Pensemos un nuevo burro El burro no puede hacer arte: el artista no puede hacer arte siempre que su función esté sometida a la productividad del sistema y se convierta en un esclavo del poder. El artista debe como acto consciente buscar las brechas en la sociedad que permitan la libertad de expresión y la critica del sistema, que los procesos creativos no se sometan a las estructuras preestablecidas y alteren el orden lógico o esperado por la pautas de control establecidas. El 1% de los ricos del mundo acumula el 82% de la riqueza global (OXFAN 2017). Vivimos en una sociedad donde la esclavitud existe y en mucha más escala de lo que muchos pueden pensar. No bajo la imagen del látigo y las pesadas cadenas, pero si en un rango que va desde la más avergonzarte pobreza a la precariedad insultante. La sociedad capitalista se estructura de forma que sin dinero es casi imposible la supervivencia, y la adquisición de ese dinero pasa por la sumisión al trabajo que se considera rentable y productivo para esas grandes riquezas. La sumisión de las personas tiene que ser total, de forma que cumplan la función que se espera de ellos, sin pensar más allá, sin alterarla, que trabajen en lo que produce riqueza a los ya ricos. En estos parámetros, lo creativo y artístico sólo tiene cabida si forma parte de un placebo social que mantenga feliz a la sociedad esclavizada, sometida a las funciones propias del “burro”. La creatividad, y una actitud crítica y participativa que genere otros modos de comportamiento, no son aceptables. Forman parte del salvajismo y debe de ser regulados de forma que sus repercusiones sean mínimas. Pero la función del artista siempre debe de ser la de alterar el orden establecido por las estructuras de poder: ponerse latas en las pezuñas y llevarlo hasta el acto más sublime de la creatividad aunque altere todos los planteamientos de él esperados; debe permitir el gozo de lo inesperado, estar sólo al servicio de la esencias más puras del ser humano: convirtiendo el cuello en tobogán inesperado para que la infancia crezca con un nuevo entendimiento de la realidad; e incesantemente buscar a aquellos que deseen alterar los ordenes sociales: echarse el burro a cuestas, sin prejuicios construir una nueva lógica en la que lo artístico da paso a una critica que construya una sociedad en la que la diversidad tenga cabida y en la que las estructuras de poder se disuelvan en la participación para el bienestar social. |